Sobre Dios en el lenguaje




La voces “Dios, Yahvé, Alá, Shang Ti, Ormuz”, etc., pertenecen al contexto de la religión o teología, lenguaje primitivo, y por tanto tienen su origen en la interpretación formal de una revelación; es decir, en la visión de una imagen surgida de la fe a la que llamamos Dios.

Como toda revelación es la valoración inconsciente de una imagen (buena o mala), para convertir esta imagen inconsciente en una idea (verdadera o falsa) debemos pasarnos al contexto de la metafísica y, por causa de una impresión, tomar consciencia de su forma de ser.




Pero para tener una impresión necesitamos la intuición previa de su forma, que reconoceremos en un objeto. Por tanto Dios debe ser un “objeto” para que podamos hacernos una idea de su forma de ser y confirmar así también su existencia, pues en el contexto de la teología las imágenes reveladas son aparentes (se aparecen, pero no existen ni consisten).




Si lo vemos desde el contexto de la física, para probar su consistencia debemos tener su sensación y, por tanto, debe ser una “cosa” con sustancia y características.




De manera que la prueba de la existencia de Dios la tendremos sólo si tenemos un objeto (ser divino) o una cosa (sustancia divina) que responda a la valoración de sus cualidades por la teología, así como a los supuestos atributos y características que sugiere su revelación.




El valor fundamental de Dios es la de ser creador del mundo, pero el mundo es también una voz de la teología, cuyo equivalente en el contexto de la metafísica es el “ente” y en el de la física la “materia”, y la causa del ente y de la materia son la mente y la energía respectivamente, que son equivalentes y fenómenos acaecidos en la materia.




Como el equivalente de mente y energía en el contexto de la teología es el “espíritu”, deducimos correctamente que la causa del mundo está en el espíritu. Por tanto ya tenemos que “Dios es consustancial con el espíritu”. Y con esta última reflexión nos encontramos ante el extraordinario dogma cristiano de la Trinidad, cuya interpretación correcta encierra las claves para probar, no sólo la existencia de Dios, sino “qué y cómo debe ser Dios”.




Puesto que la energía pertenece al contexto físico y los otros dos contextos al psíquico; es decir, no son sino “fenómenos” acaecidos posteriormente en la materia, la interpretación de este “dogma” debe plantearse en el contexto físico.




Así la energía “positiva” debe ser la causa de la formación de la materia, y ya tenemos identificada la tercera persona del misterio: el “Espíritu Santo”, sustancia de la que se crea el mundo.




Pero la energía no puede surgir de la nada (no acepto la teoría de la supuesta Gran explosión, al menos lo relativo al llamado “momento cero”), y esta energía debe proceder necesariamente de un universo paralelo y ser anterior al nuestro, y el proceso de “gestación” (estamos en el contexto físico, donde las cosas no se causan ni se crean, sino que se gestan y nacen) debe producirse dentro de un “exouniverso” (también podemos decir “exonaturaleza”), en el que tuvo lugar la Gran explosión; es decir, su gestación, y ya tenemos identificada la primera persona del misterio; es decir, el “Padre”.




En cuanto a la segunda persona, el “Hijo” es obvio que se trata de lo “gestado”; es decir, nuestro propio universo. Desde el contexto de la física, las tres “cosas” son consustanciales, pues están constituidas de energía (espíritu, para la teología).




Por tanto, interpretado en el contexto físico, Dios debe ser, o fue, un universo paralelo anterior al nuestro, pues su duración puede haber concluido.




Sólo me queda observar que el misterio de la Trinidad elude mencionar a los abuelos, tatarabuelos, etc., pues todo padre e hijo tiene necesariamente ascendientes. Pero los redactores de este misterio no fueron más allá de dos generaciones de dioses: el Padre y el Hijo, porque ir más allá hubiera supuesto afrontar el problema de la “infinitud”, a la que nos lleva toda reflexión sobre Dios, el ser o la naturaleza. Lamentablemente ni la teología ni la metafísica ni la física pueden concluir razonablemente en nada que sea absoluto.