Introducción para futuros filósofos

Aprender historia de la filosofía es relativamente fácil, lo difícil es aprender a filosofar con razonamientos sin contradicciones y lógicos, a los que podamos llamar «verdaderos». Descartes sabía de esta dificultad y creyó que se trataba de la ausencia de un buen método:

«La facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan solo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes».

Esos derroteros a los que hace mención Descartes son las palabras, puesto que en filosofía no hay más caminos que aquellos que nos brindan las palabras. Por tanto es en las palabras donde deben de estar las diferencias que llevan a la diversidad de opiniones y a sus diferentes derroteros.

¿Qué son las palabras? Sin duda que voces que expresan un sentido, que puede referirse a una cosa objetiva o subjetiva, es decir, a la representación de una cosa perceptible o a una imperceptible, como puede ser la felicidad. Estas voces tienen un origen, y son causa indistinta de la necesidad y de la propia reflexión a cerca del sujeto; es decir, de la felicidad podemos deducir tanto la desdicha como el sujeto que la padece, o del amor el odio, etc. En cuanto a la necesidad, no es más que una cuestión ontológica, pues cada nueva forma de ser requiere una nueva voz, y la formas del ser se conocen con el entendimiento, cuya cualidad fundamental es la lógica: lo que no es igual es necesariamente distinto y debe llamarse de forma distinta.

Con esta primera introducción parece imposible que pueda haber «confusión» en un discurso razonable, pues la razón es la ausencia de contradicción, dentro de la lógica contenida en el sentido «verdadero» de las palabras. Sin embargo, tal y como lo expresa Descartes, no es así. Si no sabemos a «ciencia cierta» el por qué y cómo de una cosa nos limitamos a dar nuestra «opinión»; y una opinión es tan solo una hipótesis probable que depende de aspectos subjetivos como es el mismo lenguaje.

¿Por qué el lenguaje no puede ser una «ciencia exacta» como las matemáticas? ¿Por qué un diccionario nos ofrece diversas definiciones de una misma voz? ¿De dónde surgen las causas de esta diversidad de significados?

Una primera pista se puede extraer de este comentario de un apologista de Dios sobre los adversarios del Génesis: «Su propósito era traer duda sobre las palabras de Dios... Cada oficio o profesión se inventa un vocabulario para que sea distinta a otros oficios o profesiones.»

¡En efecto! Pero no sólo Dios tiene sus propias palabras, sino que cada «oficio» tiene las suyas. Haciéndolo más esquemático y compresible, podemos decir que cada cultura, y su consiguiente lenguaje, tiene al menos tres fundamentos o premisas, y estas premisas se han ido sobreponiendo a lo largo de la historia, de manera que ahora tenemos varios lenguajes con sus respectivos sentidos, que se mezclan y utilizan indistintamente, produciendo la inevitable confusión de significados.

A estas premisas yo prefiero llamarlas «contextos», y tienen su origen en la percepción de la realidad en cada momento crítico de la evolución de la mente del ser humano.

El lenguaje sólo puede surgir cuando nuestra mente es capaz de apercibirse de la forma contenida en la imagen de las cosas; es decir, cuando la conciencia sustituye a la imaginación. Sólo con el surgir de la conciencia el ser humano adquiere la capacidad de comparar unas formas de otras por su impresión y otorgarles una voz distinta a cada una de ellas. El mundo perceptible que antes aparecía sin orden en su imaginación, ahora gracias a las impresiones puede ser trasladado a su nueva conciencia, donde nace la primera idea de una cosa contenida en su voz.

Pero el lenguaje que surge de las primeras impresiones no puede contar con una estructura razonable, y el origen del sujeto no está todavía claramente relacionado con el objeto, pues sigue mediando la sugestión de la imagen como una «aparición» sin una causa razonable. Durante esta etapa inicial el ser humano descubre las cosas pero todavía no las relaciona entre sí como causadas unas por otras en una necesaria relación dialéctica. Es por tanto un lenguaje que surge de la nada y que será el fundamento de un primer contexto mágico-religioso, sin fundamento razonable, que constituye el primer contexto de la realidad según la teología o la religión, origen de todos los textos sagrados, incluida la Biblia. Este es el contexto de la «apariencia».

Transcurridos unos cuantos miles de años, la propia experiencia adquirida de las cosas, pese a que éstas son aparentes y emanadas de su creador, dejan su constancia por su consistencia; es decir, no sólo son lo que aparentan, sino que también son lo que «consisten». Esta certidumbre lleva a la rebeldía de la conciencia contra lo aparente para saber «qué son las cosas realmente». Pero el precario lenguaje inicial de los dioses carece de voces adecuadas para expresar el ser de las cosas de acuerdo a su consistencia o características propias, y se hace necesario un nuevo y revolucionario vocabulario, que «confunde las lenguas», no por sus voces sino por sus sentidos. Por ejemplo, lo que antes era una doctrina ahora es un sistema. Estamos hablando de lo mismo, pero en otro contexto de la realidad, que requiere una nueva expresión paralela dentro de las existentes.

Este sería el segundo contexto, el de la «consistencia», o también de la ciencia, que lleva a las matemáticas y a la geometría, y que surge con toda probabilidad durante el neolítico, o el descubrimiento de la agricultura y el sedentarismo propio de esta cultura, lo que permite desarrollar la mente acumulando los datos que forman la experiencia, base de la ciencia.

Con esta primera revolución en el lenguaje se duplican las voces, pero sin que tengan sentido distinto, simplemente se expresan en su propio contexto, por tanto lo que es cierto para la ciencia debe serlo también para la teología.

Por último, y ya en épocas más recientes, cinco o seis siglos antes del nacimiento de Cristo, se gesta una nueva revolución en el lenguaje. Pero esta vez la certidumbre sobre la que se basa esta nueva revolución no tiene en consideración ninguna de las premisas o contextos anteriores, porque desprecia el conocimiento de las cosas por su apariencia o su consistencia. Ahora el ser humano no está ya interesado en conocer sin más qué son las cosas, sino que quiere saber «por qué son las cosas», es decir, las quiere «entender».

Ni la apariencia ni la consistencia de las cosas le dicen sus causas. Para poder penetrar en sus misterios ocultos, debe penetrar a su vez en su «forma de ser verdadera»; es decir, debe limitarse a entender el ser de las cosas en sí mismas y sus atributos, pero no sus cualidades o características, lo que le lleva a descubrir un nuevo contexto o premisa de la realidad: el de la «existencia», o también de la filosofía.

Pero el ser de las cosas, o la existencia, no está en las cosas mismas, sino fuera de ellas, es decir, en la mente que quien las piensa. Es el final de un proceso de «liberación» de lo creado por Dios y lo producido por la naturaleza, porque ahora el nuevo «fenómeno» consiste en saber las «causas de la existencia de la cosas». Es como si dijéramos que el «esclavo», o la mente, descubre la existencia de su «amo», la naturaleza y Dios, que es incapaz de hacerlo por sí mismo. Por esa razón Protágoras sentenciará que «El hombre es la medida de todas las cosas». Y con este último acto supremo de rebeldía personal, surge la filosofía, que «no encuentra palabras» para expresar sus nuevos descubrimientos, por lo que necesita crear un nuevo lenguaje, que se sobrepone a los dos anteriores, con lo que ya tenemos la «confusión total dentro del lenguaje actual». Siguiendo el ejemplo anterior, ahora las voces doctrina y sistema se han convertido en «ideología».

De manera que a lo largo de nuestra historia, sobre todo en la de Occidente, se han ido desarrollando tres lenguajes diferentes con tres sentidos específicos: el lenguaje de lo aparente o teológico; el lenguaje de lo consistente o científico; y, finalmente, el lenguaje de lo existente, o filosófico.

¿Por qué no se han separado convenientemente para evitar confusiones? En primer lugar porque la sutileza misma con la que han sido introducidas progresivamente las voces y sus significados hacía imperceptible esa «intromisión» y se creía que los tres lenguajes eran en realidad uno solo, y podían convivir entre sí y tener pleno sentido, pese a estar mezclados; es decir, que la «palabra de Dios» podía convivir con la «palabra de la filosofía» o la palabra de la «ciencia» sin confundir el significado de global del lenguaje. Sin duda que han convivido, pero la confusión ha sido inevitable y la convivencia ha sido en todo momento de una extrema violencia mutua.

Por cambiar el «sentido de la palabra de Dios» un científico o filósofo hasta finales del siglo XVII podía acabar en la hoguera o como mínimo ser excomulgado. Por cambiar el sentido de «la palabra de la filosofía», un filósofo podía ser acusado de irracional, o por cambiar el sentido de «la palabra de la ciencia», un científico podía ser acusado de alquimista o farsante, etc.

La historia del lenguaje es la historia de la humanidad misma, y sus ambigüedades y confusiones se han reflejado en los conflictos mismos de su historia. Además, el lenguaje y sus significados escapa al control político de los estados y los imperios, y las voces y sus respectivos sentidos y significados han viajado de una cultura a otra, de un pueblo a otro, sin posibilidad de evitar que llegaran a formar parte de los lenguajes autóctonos, en los que eran inevitablemente asimilados.

Hasta Platón la confusión era mínima. El griego de Atenas era un «lenguaje de los dioses» y de una ciencia elemental, al que se le añadieron unos centenares de voces nacidas de la misma filosofía y otras de una ciencia precaria o pseudo ciencia, pero a partir de Descartes, y esa fue una de las principales razones de su «Método», el lenguaje, al menos el que se gesta con la fusión del griego el latín el árabe y los lenguajes de origen germánico, alcanza tal nivel de «confusión» que se hace necesaria una primera y urgente revisión y esclarecimiento. Labor que el propio Descartes no pudo llevar a cabo, pues la tarea es de una impresionante complejidad, además de una enorme conflictividad, para la que no había llegado el momento adecuado.

A partir del regreso de la filosofía a Occidente, tras un largo periodo de «dictadura del lenguaje teológico» de la Edad Media, e impulsado por teólogos inteligentes y tolerantes como Santo Tomás, se inicia el camino de «clarificación», y esa limpieza lleva en sí misma la revisión de la propia filosofía tal y como la dejaron Platón y Aristóteles, siempre de acuerdo al sentido exacto de sus propias voces, tarea encomendada a la hermenéutica. De manera que el lenguaje, sea de la cultura o pueblo que sea, presenta al menos tres sustratos históricos, más profundos cuanto más se ha desarrollado dentro de la propia cultura: el sustrato de la religión, el de la ciencia y el de la filosofía, el último en llegar. Los pueblos más avanzados son, al mismo tiempo, los que tienen un lenguaje más «rico», pero al mismo tiempo más confuso, en tanto que los pueblos más atrasados tienen un lenguaje menos contaminando de filosofía y de ciencia, hasta el extremo que siguen siendo lenguajes dominados por la teología. Pero ¿cómo clarificar el lenguaje? Esta es una tarea de antropología lingüística, pero los mejores resultados no se consiguen excavando ciudades sepultadas, o dando con viejos y milenarios papiros, pergaminos o manuscritos, sino utilizando la razón y lógica con cada una de sus voces; descubriendo así sus contradicciones y dobles o triples sentidos; es decir, es a través de la propia filosofía como se descubren los múltiples sentidos de una voz y el uso adecuado y lógico de cada uno de ellos según su propio «contexto».

Esta es la intención de esta necesaria introducción, sin la que no sería posible entender el resto del libro. Espero que el lector la encuentre clarificadora.