Guerra civil : cuando el mundo estaba en crisis

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 Todos fueron culpables, pero nadie tenía la culpa; el gran culpable fue el mundo que estaba en crisis.
Nuestra guerra civil tuvo posiblemente el mayor número de causas posibles de todas las guerras acaecidas en Europa. Sucede en un momento histórico en que se puede decir que todo está en crisis, lo que facilitará el conflicto.
El capitalismo por el derrumbe de las bolsas, cuyos valores eran aire, fruto de la especulación.

La religión por el racionalismo que conlleva el desarrollo y los espectaculares avances de las ciencias y de unas clases medias cada vez más numerosas y mejor educadas y, por lo tanto, más críticas

El progresivo abandono de las zonas rurales y la aglomeración en las grandes ciudades por los efectos demográficos que provocará la revolución industrial. Lo que Ortega y Gasset llama “La rebelión de las masas”

Las artes, porque abandonan el naturalismo clásico para abrir nuevas perspectivas y valores artísticos.

La disgregación de la familia por la movilidad social causada por el uso del automóvil y el teléfono.

El temor de una nueva guerra mundial, por el rearme de la Alemania nazi.

En fin, un gran número de causas como consecuencia de rupturas con el pasado, que justificaba que se experimentaran toda clase de propuestas políticas, culturales y sociales alternativas, entre las que destacaban el fascismo y el anarquismo, las opciones más radicalizadas de aquel tiempo.




Dentro del país, además de las profundas divergencias regionales, existían unos estamentos sociales en crisis anclados prácticamente en la Edad Media: los plebeyos, más tarde denominados proletarios, al que pertenecían la mayoría de la población (jornaleros y obreros). Las clases altas, formada por una amalgama de aristócratas, terratenientes, oligarcas, banqueros, grandes industriales y el alto clero. Todos encajaban en las ideas políticas de Gil Robles.




En el centro político estaban las incipientes clases medias urbanas, los únicos despiertos, capaces de interpretar la realidad según era, mientras que en la izquierda se soñaba y a la derecha se dormía. Entre ellos estaban los mejores políticos contemporáneos que ha dado nuestro país, repartidos entre los radicales, republicanos y socialdemócratas, como Azaña, Fernando de los Ríos o Besteiro.




Todas las clases altas se creían con derecho adquiridos poco menos que por voluntad divina, y no se veían como responsables de la enorme desigualdad social.




La derecha se creía invulnerable porque contaba con la bendición de Dios, al menos así les daban a entender los cardenales, obispos, canónigos y otros miembros del alto clero durante sus frecuentes encuentros privados de las confesiones. A todos les perdonaban sus pecados con una sencilla penitencia, aunque no mostrasen el más mínimo arrepentimiento.




A la aristocracia solo les quedaba como distintivo de clase la supuesta sangre azul, porque en aquella turbulenta situación era difícil vivir de las rentas, por lo que estaban en las manos de prestamistas usurero, “amigos de la familia” y celosos guardianes de sus más valiosas joyas de familia.




Los terratenientes se sentían arraigados a sus fincas y cultivos, como pudiera estar un árbol, porque para ellos la tierra no era de quien la trabaja, que es una propiedad mundana, sino por herencia, que es una propiedad fundamentada en la historia.




Los capitalistas consideraban que cualquier medio era lícito para obtener beneficios, porque en ese principio se basa la misma naturaleza. Pero en realidad lo único seguro que poseían era el diamante incrustado en el alfiler de la corbata, el resto del capital que manejan no se sabía el valor real que tenía de un día para el otro.




Por su parte, los anarquistas, expertos soñadores de utopías y con seres humanos con valores próximos a los ángeles, no nacieron como reacción a la actitud cerril de la extrema derecha, sino por “generación espontánea”.




Un anarquista podía ser anafabeto sin merma de sus aspiraciones sociales, solo necesitaba poder hablar y escuchar, porque la ideología era simple: todo es de todos y todo se resuelve en las asambleas. Por eso en aquella época las formaciones más numerosas eran la CNT-AIT. A ningún anarquista se le ocurriría escribir “El capital”, porque, como ya he dicho, su biblia era el pensamiento del aristócrata ruso arruinado, Mijaíl Bakunin, cuyas propuesta calificaría Marx de “bazofia”, y su iglesia era la asamblea.




El caso de la crisis de los comunistas era su dependencia de las directrices de Moscú, pero en el Kremlin ya no se hablaba de comunismo sino de Estalinismo. Un rudo georgiano, oportunista que cambió el axioma marxista “a cada cual según sus conocimientos, y sus necesidades” por “a cada cual según su obediencia al partido comunista”.




En cuanto al alto clero, creyó que su destino en este mundo no era solo salvar almas de las garras de Lucifer, sino enriquecer el patrimonio de la Iglesia, de manera que se beneficiaran sus miembros, y la mejor manera de conseguirlo era a través de una educación cristiana en teoría pero economicista en la práctica.




El primer obispo que cayó asesinado en los primeros días de la guerra fue sorprendido cuando pretendía evadirse de sus asesinos con una fortuna en joyas escondida entre sus ropas. Tampoco él creía en el valor del dinero.




En resumen podemos decir que la causa principal de nuestra guerra civil fue la profunda crisis generalizada de todos los valores y estamentos que dan solidez a un grupo social. Crisis que dio pie al surgimiento del fascismo, o el partido de las clases medias bajas, que sufrieron en sus carnes los efectos de esta crisis general.




Tras la inevitable II Guerra Mundial, y transferido el cargo de gendarme universal del Reino Unido a los EE UU, estamos intentando inútilmente evitar una nueva crisis generalizada, no solo porque el tiempo cambia los valores, sino porque no hemos aprendido la lección e incurrimos en los mismos errores de nuestros antepasados.