Cuento de Navidad

Tadeus Shultz decidió suicidarse por Navidad, a la hora del ángelus, porque tenía pensado tirarse desde el Ángel de la Victoria.

—Es el mejor día —se dijo fumando tranquilamente una de las últimas colillas que se había encontrado en la boca del metro de la estación del tren de Zoologischer Garten de Berlín—. Si me espero a primeros de año casi seguro que se me pasan las ganas.
Bebía vino barato, comía de los restos que encontraba en las papeleras, eso cuando los cuervos dejaban algo, paseaba todo el día por los alrededores de la estación, excepto lo domingos que los pasaba dormitando en los bancos de las orillas del río Spree, y pernoctaba, si la policía no le molestaban, bajo el puente de la vía que hay en el Tiergarten, junto a la esclusa. Allí tenía su casa: un colchón grasiento, una silla de oficina sin ruedas, un parasol roto, una mesa vieja con dos patas y un árbol de navidad por el que había pagado 10 euros, adornado con papeles de colores y que los turistas le hacían muchas fotografías, las luces se las imaginaba.
—De este año no pasará —insistía machaconamente—. El año pasado me eché atrás en el último minuto, pero este año tengo más experiencia y sabré como suicidarme sin la menor duda.
Llegó el día señalado por su destino. Se camufló hábilmente de turista e invirtió su último euro en la entrada para subir por el ascensor. «No quiero matarme cansado», pensó juiciosamente.
Afortunadamente era un día frío, había nevado el día anterior y los turistas ni se molestaron en subir al ángel aquel día. Al encargado de los tickets le extraño aquel turista barbudo y sucio, pero lo más sospechoso era que no llevaba cámara fotográfica, ni digital ni analógica, por eso no le perdió de vista.
—¡Buenos días! —le dijo Tadeus golpeando el cristal con la moneda de euro para que viera que no era un indigente.
—Buenos pero fríos —le contestó el vigilante—. ¿Uno de ascensor?
—Hasta arriba, y luego ¡abajo!
—La bajada está incluida en el precio —observó el portero con toda profesionalidad y que no estaba acostumbrado al lenguaje de los suicidas.
—¿No estuvo usted el año pasado por esta mismas fechas?
—¡Yo mismo!
—¡Cómo pasa el tiempo!
No quiso seguir la conversación y entró en el ascensor, pero se hizo una lógica observación a sí mismo: «¡Es el último año que me ves por aquí, burócrata mal nacido!».
Le pareció algo caro tener que pagar un euro por suicidarse cuando en la vía del tren era gratis, pero Tadeus todavía tenía clase, no en vano fue un conocido escritor en su tierra natal, que ni él mismo ya recordaba cuál era, porque tampoco se acordaban en su tierra de él.
Le hizo gracia que hubiera que subir tan alto para luego bajar de un golpe y para siempre, pero así eran las cosas de los suicidas. Cuando salió a la terracita al pie del ángel, el viento era gélido, como suele ser en estos casos, pues no es corriente contar cuentos de suicidas en Navidad en un día soleado y sin una mala brisa que refresque el ambiente.
—Bueno, Tadeus, llegó el momento...
—¡Vaya ganas de suicidarse en un día como éste! —dijo una voz algo afónica y metalizada por la falta de costumbre de hablar en público.
Tadeus se sobresaltó, pero eso no quiere decir que se asustara porque estaba acostumbrado a las visiones, las alucinaciones y las pesadillas, pero este año había tomado una firme decisión y no estaba para escuchar a fantasmas. Pero la voz insistió.
—Si pudiera, yo me suicidaría pasada la primavera —insistió el ángel.
Tadeus comprendió la ironía y se hizo pronto a la idea de tener que cambiar impresiones con un trozo de metal alado.
—¿Por qué esperar a la primavera?
—No lo sé, yo no siento nada, ni en primavera ni en verano, pero la gente que viene por aquí dice que la primavera tiene un aroma especial... si pudiera sentirlo... ¡No sabes cómo te envidio!
Tadeus volvió a coger el ascensor de bajada, saludó al portero para que le recordara por si volvía al año siguiente, se fue a su puente y meditó largo rato las palabras del ángel. Finalmente ¡decidió suicidarse después de la primavera! ¿Qué había ocurrido? Lo de siempre, que había pasado un ángel justo cuando estaba a punto de tirarse de cabeza contra el asfalto.
Moraleja: Todos tienen un ángel de la guarda por Navidad, menos los más pobres. ¡Felices navidades a todos mis pacientes lectores!