¡Quien juega con fuego termina quemándose !

Yo no soy economista, pero si lo fuera no diría ni una palabra sobre lo tensa y estresada que está la economía global, porque mis opiniones podrían ser detonantes de una grandiosa depresión de la economía mundial de proporciones bíblicas. Por lo que espero que las mías no causen ningún daño.


Esta mañana he salido a hacer algunas compras de Navidad y me he encontrado con espectáculo insólito: cientos de tractores invadían la principal avenida de Charlotemburgo. Más tarde me enteré por la radio la causa de esta gigantesca movilización: el aumento de los precios agrícolas en origen.

De vuelta a mi estudio recordé el argumento de mi ensayo “La vanidad mueve la Historia”, que fue finalista en el “Premio Jovellanos” de 2011. En él llegaba a la conclusión de que los productos agrícolas no encajan con las condiciones del dinámico y creativo mercado actual. La excepción en esta regla lo constituyen los monopolios fruteros, como los bananeros, que tienen un relativa influencia en los precios de mercado de estos frutos.

La segunda gran impresión que me ha causado esta movilización es el enorme tamaño y complejidad tecnológicas de estos tractores, ¡y solo para cultivar enormes campos de patatas, maíz, trigo, avena o cualquier otro cereal o tubérculo de escaso valor. Además, cuanto más aumenten la producción, si no aumenta el consumo o los consumidores, más decae el precio.

Y ahora es cuando entra en juego el argumento de mi ensayo.

Primer argumento en contra: La publicidad puede conseguir que en lugar de dos pares de zapatos compremos seis, uno par cada actividad, pero no puede conseguir que comamos en lugar dos, seis patatas al día.

Segundo argumento: a dos clases de zapatos fabricados prácticamente con el mismo coste de material, se les puede poner un precio distinto, solo porque tenga el sello de una marca con prestigio, ¡a una patata no!

Tercer argumento: los zapatos se pueden fabricar en menos o más tiempo dependiendo de la maquinaria y el personal empleado. No es posible alterar significativamente las leyes de la naturaleza para producir más patatas en menos tiempo.

Por estos simples argumentos se llega fácilmente a la conclusión de que la producción agrícola es una rémora del mercado actual de imposible solución, ¡siempre tendrá que estar subvencionada!




Jugar con fuego




Pero hay otra lectura de esta reflexión mucho más inquietante. Si estos empresarios agrícolas han adquirido esos enormes y costosos tractores es porque un banco les ha concedido un crédito millonario, capital que los bancos lo reciben prestado por los depósitos de sus clientes y por la compra de sus acciones por inversores, porque unos y otros “confían” en que no se producirán cambios significativos en las próximas décadas. Así, todo el sistema capitalista se basa en que el inversor no pierda esta confianza.

Pero son precisamente estas movilizaciones lo que inquieta los inversores, porque si se salen con la suya y consiguen elevar los precios, los consumidores, en una mayoría obreros controlados por sindicatos, reclamarán con otras movilizaciones, un proporcional aumento de sus ingresos, radicalizándose las posiciones políticas, y así se entra en una espiral inflacionista sin otro fin que una solución que ponga fin a las movilizaciones, obedeciendo el dictado de un sistema dictatorial, impuesto por la coacción o por la fuerza, se restablezcan las condiciones iniciales, se recupere el valor de la moneda, se controlen los precios, el consumo interno y las importaciones, y que sea el Estado el principal inversionista. ¡Exactamente lo que hizo Hitler en la Alemania nazi! De no haber sido racista, xenófobo, perseguido a los judíos, y emprendido la insana idea de dominar el mundo, probablemente hubiera sido recordado como el “Napoleón de Alemania”.

Otra alternativa es la guerra civil, ¡el caso español!

¿Se puede repetir esta historia? Sí, por supuesto, porque “Quien juega con fuego, acaba quemándose!

Foto: Berliner Zeitung