Las tres armas de destrucción masiva de la historia

Como mis lectores deben saber, el emperador de Alemania Enrique IV mantuvo una larga lucha con el Vaticano por el derecho de investir los clérigos dentro de sus feudos. 


En realidad se trataba de una cuestión de sentido común, pues los feudos eran “territorios” ducales que debían ser administrados en todos los sentidos por los duques, y en su más alta magistratura feudal, por el mismo emperador.


La iglesia sin embargo pretendía arrogarse el derecho absoluto de nombrar obispos o abades e incluir en este nombramiento los derechos feudales, es decir, las riquezas e influencia en todos los sentidos de iglesias y conventos, terrenales y espirituales, dentro de sus feudos.

También deben saber que la disputa se resolvió de forma no menos razonable: la Iglesia envestía poderes eclesiásticos y vivía de los diezmos, mientras que la corona investía sobre lo terrenal, y se apropiaba de las regalías. La solución, pese a ser razonable, indignó a los propios eclesiásticos germanos, que vieron mermada su riqueza e influencia. Esta polémica terminó definitivamente en el siglo XVI, cuando Lutero provocó el cisma de la iglesia protestante.

La relación entre lo que he expuesto y el título de este nuevo artículo es que por primera vez en la historia de Europa se enfrentan dos “superpoderes”, haciendo uso de sus respectivas “armas de destrucción masiva”: el emperador con sus ejércitos mercenarios, es decir, la “espada”, y el papa con su “ejército celestial”, es decir, la prerrogativa de la temida “excomunión”.

Enrique IV destituyó al papa Gregorio VII por su oposición a su estrategia política de consolidación de su poder e influencia sobre su territorio, según el principio feudal de mutua defensa a cambio de vasallaje. Pero el papa rebelde no sólo no aceptó tal destitución sino que excomulgó al mismísimo emperador, quien finalmente se vio obligado a pedir su rehabilitación peregrinando a Roma y humillándose frente al altivo papa.

Ante tal gesto de humildad, el emperador fue “readmitido” en la cristiandad, lo que vino a probar para la historia futura que la excomunión era “revocable”, es decir, perdió toda su eficacia como “arma de destrucción masiva”. Lo que supuso el principio de la decadencia del poder de la Iglesia en Europa.

Quedaba la temida espada como arma fulminante al servicio del emperador, es decir, de la política, ya que la relatividad de con que papas comulgaban y excomulgaban reyes y emperadores debilitó tremendamente la efectividad de la religión como sistema social.

La tercera arma de destrucción masiva no llegaría hasta la formación de la burguesía urbana y en concreto hasta la apertura de las rutas del comercio con Oriente, de la que se aprovecharon venecianos y genoveses, pero, finalmente, buena parte de la riqueza se acumuló en la privilegiada región italiana de la Toscana.

Allí familias oligarcas como los Médici pusieron en práctica la teoría del poder del dinero usado en forma de “crédito”, es decir, ensayaron la nueva arma de destrucción masiva: el crédito, y de paso inventaron el moderno sistema capitalista.

El triunfo del crédito sobre la espada y la excomunión sólo pudo consolidarse tras la II Guerra Mundial, con la creación de Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Después de más de 60 años de predominio del crédito como arma de presión en todos los sentidos, con el enésimo colapso cíclico del sistema financiero (entiéndase, del capitalismo) y su arma de destrucción masiva, el crédito, el poder vuelve a la “espada”, es decir, a la política. Lo que no es ni mucho menos una buena noticia, pues por una situación semejante fue posible el fenómeno Hitler.


(Artículo basado en mi ensayo: "Filosofía de los sistemas sociales")