El perro del «punk» de Alexanderplatz



Me llamo Fritz a secas y soy de la raza Bull Terrier. Mi madre sé quién fue, pero de mi padre obviamente no tengo ni idea de quién fue ni me interesa saberlo.

Nací de una camada no deseada y me dieron en adopción a un punk berlinés, que pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en Alexanderplatz. A veces nos mudamos a la K'Damm, pero sólo por Navidad y fiestas importantes. La gente por aquella zona es más generosa.

He aprendido bastantes trucos. Por ejemplo, sé llevar un envase de yogur en la boca y por alguna razón la gente me hecha monedas. El punk se las queda y me da palmaditas en la cabeza. También sé hacerme el cojo, poner cara de enfermo, de aburrido, de lástima, de pena y hasta sé guiñar un ojo. Mi punk dice que estos trucos son buenos para el negocio.

El chico no me trata mal y no se aparta de mi lado. Me humilla la cuerda con la que me ata, pues creo que merezco algo mejor, pero dados los tiempos que corren no puedo quejarme. He visto otros perros de punk que lo pasan bastante peor que yo, pero la verdad es que no saben ni la mitad de lo que yo sé, ni tienen mis habilidades.

Como perro de punk paso hambre, desde luego, pero con ciertos ejercicios de relajación y respiración el hambre se puede disimular. Suelo comer entre un 10 y un 15 por ciento de las salchichas que come mi punk, que no son muchas, pero no sé cómo hacerle comprender que a mi parte no me gusta que le ponga catchup y mucho menos mostaza. Pongo cara de asco, la cojo con desgana y la sacudo en el aire, pero esa porquería sigue pegada a la salchicha. Sólo una vez en mi vida he probado un bistec, y recuerdo que sabía bien. A veces sueño con él, pero al despertar ahí está otra vez mi trozo de salchicha embadurnada de mostaza y catchup.

Cuento todo esto porque no hace ni una semana que a mi punk le ha detenido la policía por armar jaleo en una manifestación anti globalización, y a mi me han llevado a una residencia de perros. No sé si me juzgarán por destrozos de mobiliario urbano, pero yo soy inocente. Es cierto que mordí a un policía, pero con tanto alboroto ¿cómo iba yo a saber que era un representante de la ley? Íbamos tan tranquilos en la manifestación. Mi punk gritaba eslógans anticapitalistas y antiglobalización y yo ladraba lo que buenamente sabía, que no tenía contenido político reivindicativo en absoluto, por lo que espero que se considere un atenuante.

Entonces mi punk, armado con un bate de béisbol que se encontró en un basurero, se cargó una marquesina de autobús, donde por cierto había un anuncio de comida para perros con una perra de chuparse las patas, por lo que me dolió que se la cargara.

Pero mi punk no es muy listo, y tenía a sus espaldas media docena de policías, a cual más corpulento y bien armado, así es que se abalanzaron sobre él y le calentaron las costillas por su gamberrada. ¿Qué podía hacer yo? ¡Soy un perro, y los perros somos fieles a nuestros amos, aunque sean punks! Así es que le arreé un severo mordisco en la pantorrilla al primero que le puso el bastón en las costillas a mi pobre punk.

Por esta razón yo también fui detenido y aquí estoy, pendiente de juicio. Según mi abogado me pueden caer hasta seis años y un día de perrera mayor.

Voy a echar de menos Alexanderplatz, su animación, sus turistas japoneses que me sacaban fotos, pues mi ropas son algo disparatadas para un perro. Los paseos por el río Spree en primavera, con mis refrescantes chapuzones; las luces de colores de Unter den Linden por Navidad, y el Marcadillo de Navidad de la K'Damm, con sus raciones extras de salchicha picante. Y no quiero ni mencionar las borracheras de cerveza de las noches veraniegas que pasábamos a la intemperie en el Tiergarten.

En fin, que no me lo pasaba tan mal. Pero, no obstante, considerando las circunstancias, estoy empezando a pensar que en buena hora mordí al policía, porque no llevo ni una semana en la perrera y he ganado dos kilos, además he probado el sabor de la carne de verdad, sin salsa de tomate. Por si fuera poco he hecho amistad con una perrilla coquetona, a la que le encantan mis gracias. Un día de estos le tiraré los tejos a ver qué pasa.

En fin, que como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga, y la verdad es que no me puedo quejar, pues muchos pobres perros del Tercer Mundo quisieran poder disfrutar de las perreras de Berlín, que si no fuera por las rejas, podía decirse que es como un hotel.

Sobre mi punk, creo que su padre le ha metido en cintura y trabaja en su fábrica de calcetines, en una pequeña localidad cercana a Berlín. Bueno, si no nos volvemos a ver, al menos estoy seguro de que el pobre ya no pasará más frío en los pies. Y esa es mi historia.