Cápitulo 8 de "Ecología y sociedad civil"

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8. CAPITALISMO, LIBERALISMO, SOCIALISMO, COMUNISMO, ANARQUISMO... ¿ECOLOGISMO?

¿Existe un modelo económico ecologista? Pese a todo lo que hemos dicho, no creo que podamos hablar de un modelo propiamente «ecologista», como no existe un modelo económico propiamente «cristianista» o «islamista», pero sí podríamos decir que existe, por ejemplo, un modelo socialista de inspiración cristiana o islámica.
La ecología, como el islamismo o el cristianismo, pertenecen al ámbito de la conciencia y es allí donde se desarrolla y adquiere sentido para proyectarse después sobre la propia economía. Por tanto, sí podría existir un hipotético «capitalismo ecológico», un «socialismo ecológico», un «comunismo ecológico» o, incluso, un «anarquismo ecológico», porque la ecología sólo aporta la dimensión dialéctica para la práctica de la propia economía, pero nunca unos valores nuevos y originales que puedan ser tenidos en consideración para las propias leyes de la economía.
Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «económicas», la síntesis de todas estas experiencias confluyen en un modelo adoptado por Occidente y que consiste en una fórmula de equilibrio, según sea la ideología dominante, entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y, deduciendo una parte proporcional de la propia actividad económica, gasto social, que es dedicado a la consolidación del Estado de derecho y a sus instituciones, a las garantías constitucionales, al control de la democracia, al fomento de la educación, el trabajo, la salud, la seguridad y la cultura. Ningún Estado avanzado podría sobrevivir si prescindiese de uno de estos cuatro pilares fundamentales. La forma en que el Estado ha controlado la economía y el mercado es el único matiz que marca las diferencias.
Pero si alguna vez hubo en la historia reciente una experiencia económica que se aproximó significativamente al contexto en que una economía puede considerarse como ecológica fue durante las «colectividades agrarias» que se llevaron a cabo en algunas zonas agrarias de Aragón y de Cataluña en la España Republicana.
Cualquier lector que conozca las experiencias económicas del colectivismo agrario que la UGT y la CNT llevaron a cabo en España en la zona leal donde fracasó el intento golpista del general Franco encontrará muchas similitudes, un lenguaje común y, en parte, algunos de los objetivos de una economía ecológica, como son una sociedad solidaria, redistributiva y, en cierta medida, cooperativa y sin clases.
Personalmente comparto la opinión de que nunca antes (ni aun después) un grupo social ha estado más cerca de dominar la economía y demostrar que se puede alcanzar el bienestar de una comunidad sin necesidad de situar al mercado en el centro de toda actividad. Un modelo económico (el colectivismo) que se fundamentaba sobre todo en el logro prioritario del pleno empleo.
Fue el aragonés Joaquín Costa (1844-1911), nacido en la ciudad de Greus, donde él mismo puso en práctica sus teorías y que en 1898 escribió «El colectivismo agrario», quien estableció las pautas de conducta social y las estructuras fundamentales para el éxito de un original modelo de «comunismo-anarquismo» total, en el que «todo se resolvía de forma asamblearia y directa». Durante un corto período de tiempo se formaron hasta 45O colectividades, que englobaban a cerca de medio millón de trabajadores, todos afiliados a los sindicatos de clase UGT o al anarquista CNT.
Esta experiencia ha sido una permanente referencia para todos aquellos que hemos creído que es la sociedad, a través de la educación y la economía, quien transforma en lo esencial la persona y que, por tanto, es también esta misma sociedad la que a través de los mismos mecanismos puede regenerarla. La experiencia sorprende mucho más si consideramos que fue suficiente el corto período de tiempo de un año para, en muchos casos, concluir procesos de transformación de la economía, acabar con hábitos sociales (adquiridos tras siglos de costumbres y creencias religiosas fuertemente enraizadas) y, sobre todo, revolucionar la concepción y el objetivo de la propia vida en sociedad. Es decir, esta corta pero extraordinaria experiencia prueba que la política incide de forma decisiva en la economía y que no hay «valores tradicionales inalterables», y que, en última instancia, si las sociedades tienden al abandono de las virtudes constitucionales por la consolidación de los vicios sociales tolerables, estos llevan inevitablemente a un callejón sin salida y a la destrucción del tejido social, mientras que las innovaciones que tienden a crear mayor solidaridad y justicia social son parte de las etapas sobre las que se asienta el progreso de cualquier modelo social.
Las colectividades fueron sin duda uno de estos fenómenos de progreso que, no sólo no podrán olvidarse, sino que la historia debe reivindicar y volver a ensayar. ¿Fue una experiencia que se adelantó a su tiempo? ¿Fue un modelo que se produjo en una burbuja fuera del tiempo? ¿Es posible que pueda repetirse un modelo de «comunismo-anarquismo ecológico» a partir de la concepción básica de autogestión, independencia y conciencia social de las colectividades? La dramática circunstancia en la que surgieron las colectividades fue la razón de su increíble éxito, pero al mismo tiempo la causa de su desaparición. El golpe de Estado, fracasado en un primer momento, dejó a España dividida en dos bandos en los que se pusieron en práctica fórmulas económicas distintas: del lado nacional los trabajadores formaron parte de los principios económicos inspirados en el nacional-sindicalismo  de José Antonio Primo de Rivera y desapareció toda referencia a los sindicatos de clase y sus históricas reivindicaciones. Por el contrario, en el lado republicano se llevaron a cabo toda clase de experiencias económicas radicales, sobre todo allí donde los propietarios de latifundios agrarios mal explotados «desaparecieron» o, en algunos casos, fueron fusilados.
El colectivismo tuvo éxito en localidades de carácter marcadamente agrario y donde no existía una clase media pequeña propietaria o empresarial. Esta circunstancia permitió a las dos grandes organizaciones obreras de la época, curtidas, educadas, concienciadas y bien organizadas a llenar el vacío producido en la actividad económica de la única forma que parecía más efectiva: una economía de guerra con la participación activa de toda la población con el fin de reactivar inmediatamente la producción de bienes básicos y disponer de excedentes para hacer frente al previsible gran coste de la guerra civil que ya se veía que podría durar años. Al mismo tiempo, la propia UGT y la CNT enviaron soldados al frente, con lo que su «causa» por la defensa de la República (a pesar de que lo que realmente defendían era su «revolución») justificaba sus actuaciones en estas comunidades. Pero es importante apuntar que estas colectividades no surgieron de los propios campesinos sino que fue la iniciativa de estas dos importantes organizaciones sindicales revolucionarias.
Si bien no puede decirse que aquellos colectivistas tuvieran una clara «conciencia ecológica», tal y como la poseemos en la actualidad, fundamentada en investigaciones que van más allá de la percepción de la naturaleza y de sus potencialidades inmediatas, su condición de campesinos les permitía valorar de forma simple y espontánea lo que nosotros hemos necesitado adquirir a través de la cultura y de la información. Por tanto, de esta experiencia podemos extraer esta primera conclusión: el éxito económico de una comunidad depende de la confluencia inequívoca del interés personal con el general, dejando al margen las diferencias sociales y económicas, cualquiera que sea su fundamento, y aprovechando de forma óptima y sostenible todos los recursos disponibles en la propia sociedad civil.
Que el interés personal redunda necesariamente en el interés general en el seno de una sociedad laboriosa y organizada ya lo decía el propio Adam Smith. ¿Por qué el liberalismo económico posterior ha desvirtuado el resultado? La experiencia de la historia de la economía nos demuestra que resulta ingenuo creer que sin competencia puede mantenerse un nivel de estímulo para el progreso capaz de superar una determinada etapa fundacional y constituyente, siempre muy motivada por razones estrictamente coyunturales. Pero también nos demuestra que la competencia sin más termina por fragmentar la sociedad debido a sus propias contradicciones y excesos.
Pero las comunidades tienen que prevalecer por generaciones y los principios tienen que tener suficiente base y fundamento como para permanecer. ¿Por qué es necesario enajenar un bien privado para hacerlo colectivo si manteniendo su propiedad privada también puede ser de interés colectivo? La clave del éxito de las colectividades fue debida a muchos factores coyunturales, pero sobre todo a la aplicación ortodoxa e inteligente de un curioso y original «comunismo-anarquismo total», descentralizado y autogestionado, en un entorno local de reducidas dimensiones, basado en la «redistribución» igualitaria del rendimiento de toda la producción local, precisamente en poblaciones donde los latifundistas habían descuidado la explotación racional de todos los recursos disponibles, fundamentalmente de base agraria.
Sin duda que estos son los principios básicos de una economía «ecológica», por lo que estamos de acuerdo con parte de este planteamiento, sobre todo en la descentralización y autogestión. Pero, en primer lugar, debe ser la propia población quien proponga los bienes y las cuantías a producir de acuerdo con su capacidad profesional y el mercado y, en segundo, el beneficio social debe repartirse proporcionalmente al valor de cambio generado por cada empresario en particular. Es decir, de acuerdo al sistema económico clásico de libre mercado, pero sin sobrepasar las dimensiones de lo que podemos llamar como el entorno «ecológico» de la economía, el mismo que permitió evitar los excesos cometidos en otras experiencias similares en Estados de mayor tamaño, como en la propia ex Unión Soviética. La libre competencia en un «entorno ecológico» debe producir los mismos efectos «redistributivos» en la economía local, pero con fundamentos más «realistas», y sin necesidad de considerar la división del trabajo de acuerdo al modelo comunista de planificación económica total. Es la propia comunidad quien tiene que desarrollar los mecanismos adecuados para que puedan hacerse las propuestas y las consultas para coordinar las necesidades públicas sin necesidad de una burocracia política que pueda usurpar esta responsabilidad a la propia sociedad civil.
Teniendo en cuenta la brevedad de esta experiencia económica y social, jamás pudieron saber si con el tiempo el aumento de la riqueza y del bienestar general no hubiera traído nuevamente los vicios del pasado. ¡Nunca lo sabremos! Pero en mi opinión las circunstancias en las que fueron creadas no auguraban la posibilidad de que pudieran tener continuidad.
Sin duda que su planificación económica, «quasi científica», que tenía en cuenta todas las potencialidades del entorno y que dadas las condiciones del trabajo y de los medios de producción de que disponían podrían ser consideradas como «sostenibles», hubiera podido ir todavía mucho más lejos en sus previsiones, control de costes, evaluación sobre la producción de bienes necesarios, etc., si hubieran podido contar con la ayuda de los ordenadores y de las redes de información y comunicación actuales.
Pero también su preocupación por la educación artística y humanista en general es un buen ejemplo y la clave para una regeneración social consistente y capaz de proporcionar personas excepcionales que aporten por sí solos las virtudes que compensen los vicios de una sociedad. ¿Qué sería de España sin sus grandes genialidades artísticas como Cervantes, Velázquez, Goya o Plácido Domingo? El apoyo incondicional al despertar de las posibles vocaciones artísticas es también una de las inquietudes básicas de las personas con una nueva conciencia ecológica, a quienes se suele criticar que no entienden de otra cosa que de la naturaleza y de los animales. De entre todas las virtudes sociales, también ejemplar durante las colectividades, la más necesaria es la de la generosidad y solidaridad con otros pueblos y comunidades sumidos en transitorias desgracias o necesitadas de apoyo económico o simplemente moral.
En resumen, ¿quién puede estar en contra de estas experiencias sociales que tan buenos resultados produjeron al menos en un determinado período crítico de la historia de este país? Las objeciones son más críticas con los principios que las inspiraban que por los resultados. Además, en su contra se invoca un derecho trasmitido por el mundo legal romano, el «dominium», o la inviolabilidad de la propiedad privada.  En cuanto a la adhesión incondicional en las sociedades avanzadas al derecho inviolable de la propiedad privada, ni siquiera el cristianismo era tan contundente, considerando muchas circunstancias en que la propiedad debía ser repartida para que pudiera ser trabajada de forma social y colectiva ¿Qué otra cosa era el régimen interno de los conventos y comunidades religiosas? ¿No es más propenso el cristianismo al reparto social que al egoísmo personal? Entonces, ¿por qué nos aferramos a una concepción de la propiedad heredada de una sociedad tan poco «cristiana» como la de la Roma imperial?
Sobre la eterna historia de si es más eficaz la libertad de mercado o la planificación económica, también las circunstancias históricas y culturales son decisorias para la asunción de uno u otro modelo. El libre mercado surge en sociedades relativamente prósperas y «preparadas» para asumir responsabilidades personales conscientes, en tanto que en poblaciones atrasadas y con individuos todavía mediatizados por creencias inculcadas por sus propios explotadores que les impide asumir con responsabilidad iniciativas personales con sentido social, es perfectamente honesto y legítimo que una parte concienciada de la población asuma la responsabilidad de «imponer» una cierta planificación económica local, tal y como sucedió con las colectividades. Resumiendo, podríamos diferenciar los modelos económicos clásicos no ecológicos, y estos una vez que adoptan los principios ecológicos, en este posible esquema:
- En el modelo liberal clásico la iniciativa económica depende fundamentalmente del empresario privado, y no fue hasta bien entrado el Estado social hacia el siglo XVIII que el gobierno entra en competencia con la creación de algunos monopolios, cuyo primer interés principal se centra en obras de carácter militar y defensivo (tendencia de los actuales gobierno neoliberales). Sus fundamentos se basan en la inversión, la producción y en el consumo, entendiendo que con estas tres actividades básicas los ciudadanos pueden acceder a todo cuanto necesitan para conseguir el bienestar social deseado sin necesidad de que el Estado intervenga con una fiscalidad sobre la actividad económica en general para invertirlo en protección social.
- En el modelo socialista democrático posterior, o socialdemócrata, y en parte del liberal más progresista, los empresarios privados y el gobierno no sólo compiten con iniciativas económicas a veces enfrentadas entre sí, sino que sus «regulaciones» e imposiciones fiscales implican una cierta desventaja del empresario privado en favor de los monopolios oficiales. El Estado socialista, constituido en monopolio, «interviene» las actividades económicas para recaudar recursos que invierte en sectores sociales que no interesan al mercado y que son necesarios para fomentar la cohesión social y confianza mutua, lo que debe revertir en mayor confianza tanto del inversor, como del empresario y del consumidor.
- En el modelo comunista el gobierno es el único empresario, que ejerce su actividad a través de monopolios, ya que no existe el empresario privado, aunque tolere cierta actividad económica privada de ámbito familiar. El control de los cuatro pilares de la economía son «planificados» por la burocracia del Estado, controlada por una institución política depositaria de los ideales que gobiernan el sistema, es decir, un partido único de inspiración comunista.
- En el modelo anarquista, la iniciativa económica parte necesariamente del empresario privado porque no existe el gobierno, aún cuando el sistema asambleario asegure ciertas estructuras económicas «colectivas» para el bien común consensuadas por toda la población. Naturalmente que los cuatro pilares de la economía se deciden de forma asamblearia. La peculiaridad de las «colectividades» es que tenían el principio anarquista de la descentralización y el asamblearismo y la práctica comunista de la planificación y de la abolición de la propiedad privada;
- Por último, en el modelo ecológico no se trata tanto de establecer «quién» tiene la iniciativa en la creación de riqueza o «cómo» debe controlar la economía, sino «dónde» debe desarrollarse y con «qué recursos» debe contarse. Puede tener fundamentos ideológicos indistintos, incluso pueden convivir simultáneamente. Por tanto, puede existir la propiedad privada, pero ésta también puede ser colectiva, cooperativa o autogestionada; la iniciativa económica puede partir de un colectivo o de un empresario privado indistintamente, porque en la democracia directa «todos son parte activa del propio gobierno local», como veremos en el capítulo dedicado al Estado social ecológico.
Al suprimir el «gobierno local» como una entidad política y estructurada en representación de una parte del electorado y «repartirlo» entre todos sus participantes de una comunidad, impedimos, al mismo tiempo, que éste se convierta en empresario. En el modelo económico ecológico tanto un empresario privado, como una cooperativa o, incluso, un docente que no participe directamente en el sistema productivo, puede proponer a la comunidad obras públicas, servicios de interés social, creación de infraestructuras, etc., que puede realizar él mismo si, una vez que son sometidas a la valoración de la comunidad a través de consultas populares, cuenta con la aprobación general. Por tanto las iniciativas privadas pueden ser consideradas como si se trataran de «iniciativas públicas». De esta forma el nuevo gobierno local y los empresarios son, en realidad, una misma cosa y, por tanto, no compiten entre sí.