Entrevista con la zorra del "Pirincipito"

¡Quién me iba a decir que en mi deambular periodístico por las Américas iba yo a dar con la zorra del cuento «El Principito», pero así fue!
Uno de esos días en que andaba yo buscando el suplemento dominical del New York Times en las papeleras del bajo Manhattan para escribir mi artículo de «supervivencia» correspondiente al mes en cuestión, me vi en la penosa necesidad de reponer mis mermadas fuerzas en uno de esos comedores de beneficencia encubiertos que son los McDonalds neoyorquinos. Allí, entre indigentes reales y proletarios evidentes, más algún turista español, pues los McDonalds de nuestro país tienen aires aristocráticos no como los de aquí, encontré sospechoso que una de las camareras utilizara un «hiyab» sin ser miembro de la comunicad del Islam.

Hice mis averiguaciones, consulté a un puertorriqueño muy salado que me arrojó el café sobre los pantalones en su afán de retirar cuanto antes los trastos de las mesas e irse a bailar salsa, y me informó que por escasez de personal la empresa había consentido en emplearla, porque para estos restaurantes ya casi nadie rellena aplicaciones de empleo.

—¿Quiere decir que es la misma; que es la zorra del cuento?

Asintió y me volvió a tirar los restos de mayonesa sobre la parte del pantalón que todavía estaba limpia en su afán por gozar del merengue.

—¿Podría usted tener la amabilidad de preguntarle si no le importa que la entreviste?

—Le costara 100 pavos, y si viene de «Le Fígaro» 150, está muy cabreada con los franceses.

—Dígale de soy un escritor español, de los de después de Franco, ¡no se vaya a pensar que yo...!

—¡Ah, bueno, haberlo dicho antes! ¿No será usted el que ha escrito esa novela sobre Nueva York donde sale ella?

—¡Sí, sí; el mismo!

—Entonces se lo hará gratis. ¡Oiga, que la dejó usted en buen lugar; que la pobre está más que harta de pasar calamidades sin que se diga de ella más que lo de siempre: que si domesticada, que si esto, que si lo otro! ¡Lo suyo fue un punto de vista original!

—Entonces, ¿se lo preguntará?

—¡Aquí la tiene, pregúnteselo usted mismo!

Nunca hubiera imaginado ver a uno de mis personajes de juventud favoritos en aquel penoso estado. Como se suele decir, tenía el rimel corrido, el contorno del carmín excedía con creces sus ajados labios, el pelaje deslustrado y la porte desgarbada, para colmo chupaba la típica colilla de cigarrillo según aparece en todas las películas de Rita Hayworth y otras por el estilo.

—Permítame que me presente, soy Jaime Despree, el reportero más dicharachero....

—¡Ja, y yo soy Greta Garbo! ¡Venga encanto, no me vengas con esas que una no viene a los Estados Unidos para nada!

—Bueno, tal vez no sea tan dicharachero, pero me han dicho que usted es...

—¡Sí, yo soy, bueno ¿y qué? Oiga, ahora que lo dice, ¿no será usted ese Despree de la novela?

—¡El mismo!

—Mire, que no le tenía buen ojo por lo del apellido, pero cuando leí su novela, pues que me trajo usted buenos recuerdos... ¿Y qué quiere de mí, si se puede saber?

—¡Todo!

—Vamos por partes, cariño, y suéltelo todo rápido que aquí no nos pagan para estar de palique con los clientes.

Como no soy un reportero muy brillante la primera, la segunda y hasta la vigésimo quinta pregunta fueron las tópicas en estos casos:

—¿Qué hace una zorra como usted en un sitio como éste?

—¡Ay, cielo, ya veo que no sabes de la misa la mitad! ¿Crees que se puede vivir del recuerdo? Me dijeron que con mi fama me caería el papel de protagonista en alguna película de Spilberg, pero, chico, tardé algunos años en cruzar el charco y cuando llegué ni se acordaban de mí. ¡Una humillación! Me dijeron: «Un papelillo secundario podemos ofrecerle para que no haga el viaje en balde, pero desde lo de Reagan las zorras como usted ya no están de moda». Así es que hice un papel en que ni hablaba, sólo rebuscaba en el cubo de la basura en una película de Disney, en que el protagonista era el perro más lerdo que me echado a los hocicos!

—¡Ya, vaya faena...! Bueno, hablemos del Principito. ¿Se enamoró usted al primer golpe de vista?

—¡Hombre, qué pregunta! ¡Pues claro! ¿Cómo no sentir en esa criatura la ternura de su mirada, la ingenuidad de su mundo de rosas histéricas y volcanes peligrosos? ¿Es que se le podía confundir con un bruto e insensible cazador?

—¿Y sexualmente...?

—Oiga, pongamos las cosas en claro, sobre mi sexualidad no escriba ni una palabra, ¡para las zorras ese es un tema tabú!

—¡Perdone, no volverá a suceder! Pero usted fue poco realista. Con toda su experiencia de la vida, ya debió comprender que aquello era un amor imposible...

—¡Qué sabe usted de esas cosas! Si usted fuera una zorra, viviendo siempre de sobresalto en sobresalto, mal vista y peor considerada, que te venga del cielo un Principito y te diga que eres hermosa y digna de su confianza... ¡Oiga que eso llega muy hondo!

—Entonces, por eso se dejó usted domesticar y ahora... ¡en un McDonald!

No respondió. Primero creí ver una lágrima fugaz resbalar por su mejilla de zorra, después se restregó con el dorso del jersey raído y el rimel le llegaba hasta las orejas. Luego me miró con cierta ternura, como si le hubiera llegado al fondo del corazón de zorra domesticada y luego, ya totalmente recuperada, impertinente y altiva de nuevo, se levantó, escupió la colilla del cigarro y me dijo.

—Se terminó la entrevista, encanto. Una tiene que seguir viviendo y no es cosa de andarse con sentimentalismo. Me ha traído usted buenos recuerdos, pero vivo en Norteamérica y aquí no se vive de recuerdos sino de dólares. Dé gracias a que le ha salido gratis la entrevista y no abuse. Y si pasa por Francia, les diga que estoy muy dolida, pero en parte agradecida, porque en el fondo me sigo sintiendo muy francesa. Pero eso de que hagan tantos negocios conmigo y no me pasen ni un euro, ¡simplemente, que no se lo perdono! ¡Au revoir, mon ami!