Mi querida libertad
La extraña infancia
Teo
fue un niño casi normal, pero tanto la madre como la abuela siempre
le reprocharon un defecto: que no sabía jugar. Dicho así puede
parecer una exageración, pero desde los 4 a los 12 años apenas si
estuvo interesado por uno de sus primeros juguetes: un monito
afelpado que tocaba los platillos cuando le daban cuerda.
Empezaba a tocarlos con precipitación y atolondramiento. Golpeaba los platillitos con rabia mecánica, y saltaba de un lado para otro, sin una dirección precisa, golpeándose con las patas de las sillas, molestando al gato, quien había aprendido a distinguirlo de una posible presa, escurriéndose por debajo de la cama o cayéndose por las escaleras que había en el rellano de entrada al gran salón. Por eso no sabía jugar, porque quien en realidad jugaba era el monito y Teo se dejaba jugar por él. Cuando conteniendo la respiración dejaba sobre el suelo aquel juguete, algo inexplicable le fascinaba de tal manera que se limitaba a seguirlo con la mirada hasta que se le agotaba la cuerda. Es de suponer que la causa podía ser que nunca llegó a comprender la complicada maquinaria que lo impulsaba, y debía creer que aquel monito y la vida debían de tener algo en común.
Empezaba a tocarlos con precipitación y atolondramiento. Golpeaba los platillitos con rabia mecánica, y saltaba de un lado para otro, sin una dirección precisa, golpeándose con las patas de las sillas, molestando al gato, quien había aprendido a distinguirlo de una posible presa, escurriéndose por debajo de la cama o cayéndose por las escaleras que había en el rellano de entrada al gran salón. Por eso no sabía jugar, porque quien en realidad jugaba era el monito y Teo se dejaba jugar por él. Cuando conteniendo la respiración dejaba sobre el suelo aquel juguete, algo inexplicable le fascinaba de tal manera que se limitaba a seguirlo con la mirada hasta que se le agotaba la cuerda. Es de suponer que la causa podía ser que nunca llegó a comprender la complicada maquinaria que lo impulsaba, y debía creer que aquel monito y la vida debían de tener algo en común.
La tía Virtudes
La responsable de esta
anomalía infantil de Teo fue sin duda su tía Virtudes, que le
regaló el juguete unas Navidades, cuando apenas había cumplido los
cuatro añitos. En realidad se trata de una curiosa paradoja, pues la
tía Virtudes había comprado el monito para otra de sus sobrinas,
pero eso mismo día se discutió con la hermana, y se vio otra vez en
el taxi con el paquetito del juguete si abrir, que personalmente
aborrecía, pues sus escrúpulos religiosos le impedían tener un
criterio abierto y desprejuiciado contra los monos, fueran o no de
juguete.
Lo de prejuicios
religiosos es desde luego un eufemismo, tal vez debiéramos llamarlo
racismo místico, porque Virtudes no hacía desde luego honor a su
nombre.
Rondaba los treinta y
su situación financiera era desesperada, sin embargo era lo que se
puede entender por rica. Disfrutaba de las rentas de un buen paquete
de acciones de «Campsa» y de «Altos Hornos del Vizcaya», a eso
había que sumar las rentas de su finca de Extremadura, que aunque
mal explotada, hubiera sobrado para alimentar a una docena de
familias normales, pero tenia un problema: el juego.
Todo empezó cuando la
invitaron a un famoso tablao flamenco de las afueras de Madrid, en
dirección a las Rozas, donde parece que llego a actuar hasta Pastora
Imperio.
Entre fino y fino y
taquito de jamón le propusieron jugarse las consumiciones a cara y
cruz. Ganó siete veces seguidas, lo que la animó a considerarse una
persona con suerte.
—¡Anda chaval —dijo
ya medio borracha después de las siete consumiciones—, busca al
lotero que hoy tengo el día!
El chaval era al mismo
tiempo el lotero. Sacó un puñado de décimos de la Nacional del
bolsillo trasero, algo manoseados por las altas horas de la
madrugada. Ella hizo como que veía el número, señaló con el dedo
la corbata del lotero y le dijo:
—¡Éste!
El lotero, acostumbrado
a que le pidieran la corbata a esas horas de la madrugada, comprendió
el sentido y le puso el número en el bolso, convencido de que ella
no sería capaz de hacerlo por sí misma.
—¡Está usted en
racha, señorita, me acaba de comprar el gordo! —le dijo el chico
con su agudo sentido de la mercadotecnia. —¿Por qué no echa usted
una partidita de póquer con unos cuantos colegas amigos míos?
—¿Póquer? ¡Ni
hablar! Yo de cartas sólo entiendo el tute y la brisca
—¡No me lo creo!
—¡Pues créetelo!
—¡Todo es ponerse,
señorita! ¡Además, si es de broma, a peseta la apuesta!
—¡Eso es verdad! ¿Y
dónde dices que hay esa partida?
El resto de la historia
ya se la pueden imaginar, pero conviene encontrar la relación entre
el monito detestable y la visita a la hermana.
Aquella noche perdió
treinta duros, todo lo que llevaba encima, descontadas las últimas
consumiciones que ya no quiso jugarse, pero aprendió mucha
psicología y estrategia, bases del juego. La siguiente noche perdió
mil pesetas, la otra cinco mil y cuando pidió la revancha se dio
cuenta de que su cuenta en el banco estaba en números rojos. Acudió
al banco, convencida de que con solo pronunciar su apellido compuesto
tendría crédito al instante.
—No si todos pasamos
por malas rachas —respondió el director al tiempo que se limpiaba
con un pañuelo de seda los gruesos lentes de aumento—. Y ¿cuánto
dice que necesita?
—¡Cincuenta mil!
El director no se
inmutó, pero con toda probabilidad que sintió una punzada en el
estómago, de ahí que la mayoría de los banqueros padezcan úlceras.
—Así que cincuenta
mil...
—Sí; como le digo,
esa finca mía necesita tractores y todo eso...
—Yo tengo un amigo
que vende maquinaria agrícola... A lo mejor si le comento el caso...
Virtudes sacó su mal
talante y perdió la paciencia.
—¡Bueno!, ¿pero me
los da o no me los da?
El paciente banquero
debió de sufrir una nueva punzada.
—¡Claro, por Dios!
Yo sólo pretendía...
—Entonces, ¿paso ya
por caja?
—¡Cuando guste,
cuando guste! Y su papá, ¿no podría echarnos una firmita? ¡Es una
simple formalidad... Ya sabe como somos todos los bancos...!
Consiguió las
cincuenta mil y le duraron dos semanas. Cualquier persona sensata
hubiera abandonado en ese preciso momento, pero Virtudes no era desde
luego sensata.
Con las últimas cinco
mil se marcó un farol, pero el contrincante debía de haber sido
hijo de algún farolero, porque adivinó el engaño.
—De manera que está
usted sin blanca.
—¡Hombre, sin blanca
no, tengo la finca y las acciones! —se defendió a la desesperada
—¿A su nombre?
—Casi...
El jugador tenía el
rostro algo picado de viruela, moreno, pelo graso y peinado
obsesivamente hacia atrás. Vestía un traje oscuro de solapas
cruzadas y sólo bebía coñac. Le puso cariñosamente la mano sobre
el hombro y le susurró:
—Por mi, la perdono,
pero uno tiene su reputación...
Virtudes sintió que la
mano presionaba su hombro y lejos de asustarse comprendió
rápidamente la idea. Y no le desagradó. Montaron en su FIAT
descapotable a eso de las cinco de la madrugada, ya con el despuntar
del día, y desde entonces paga sus deudas de juego de esa peculiar
manera. Hay que decir que los jugadores llegaron a gustarle casi por
regla general, y ella, al mismo tiempo, era un hembra dócil y
suculenta. Para describirla habría que empezar por remarcar el
impresionante contraste entre su cintura y sus caderas. Si tenía o
no esqueleto era un misterio. Vestía a la moda de los cuarenta y se
arregló el pelo al estilo Rita Hayworth en «Gilda». Ya era
conocida en los ambientes flamencos nocturnos como la Rita del barrio
de Salamanca.
¿Por qué visitó a la
hermana para pedirle su aval? Este es el final de la historia,
lamentable desde luego, pero fundamental para desarrollo de la
personalidad de Teo.
La bancarrota
Un día entró en la
timba un caballerete bien presentado, más moreno de lo que suele
poner el sol. Fumaba con boquilla y vestía un traje claro de lino,
con un clavel en el ojal.
Virtudes se lo miró
varias veces y lo estudió de arriba abajo. «¡No está mal!», se
dijo, haciendo planes para la madrugada siguiente.
Perdió como de
costumbre; se hizo la ingenua y parpadeó varias veces. Pero el
caballerete ni se inmutó. Quería su dinero.
Entonces, confusa y
casi la borde la histeria, cometió el error de hacer como que se le
caía el bolso y por debajo de la mesa intentó provocarle.
—¡No me venga con
esas, señorita, pague y déjese de jueguecitos sucios! —respondió
el jugador del clavel en el ojal.
Virtudes estaba
aterrada. Alguien le susurró algo al oído para que se hiciera una
ida cuanto antes de su delicada situación. El caballerete era el
amante de un bailaor de la trupe flamenca, pero se peleaban
constantemente. Tal vez ya ni se hablasen.
Lo que le indignaba era
que no podía comprender cómo era posible que un hombre, por muy
mariquita que fuera, no se sentirá atraído por una mujer de sus
encantos.
La hermana le negó el
aval, y el monito paso a propiedad de Teo, cuya madre fue más
compresiva. La tía Virtudes no tuvo reparos en sincerarse con ella,
porque la madre de Teo tampoco era lo que se dice un ejemplo de
honestidad.